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El efecto burocracia.

  • Foto del escritor: Wilmer Ogaz
    Wilmer Ogaz
  • 23 may 2017
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 17 jun 2020



El ingrediente principal en las películas del veterano Ken Loach es la problemática social a la que los seres humanos se enfrentan todos los días, sin importar la latitud, ya sea Londres o Venezuela, ningún país está exento y muestra de ello es su más reciente entrega «Yo, Daniel Blake» ganadora del máximo galardón en Cannes el año pasado, siendo la segunda Palma de Oro para el director británico quien ya la había obtenido en 2006 por el filme «El viento que agita la cebada», y que junto a su guionista de cabecera Paul Laverty, retratan a la clase obrera, la siempre excluida y desfavorecida con los fantasmas de la escasez, el hambre, la injusticia y la terrible soledad.


La historia suena conocida, como la canción que tarareamos a diario, el sistema que termina destruyendo a los ciudadanos que se supone debería proteger. Daniel Blake (Dave Johns) es un carpintero inglés de 59 años, que por primera vez en su vida se ve obligado a recurrir a la asistencia social después de sufrir un infarto. Sin embargo, a pesar de que los servicios médicos le han prohibido trabajar, hasta recuperarse completamente, la administración le obliga a buscar un empleo para recibir su pensión y evitar una sanción. Ahí en la oficina de empleo, Daniel se cruza con Katie (Hayley Squires) una madre soltera con dos preciosos niños. Prisioneros de la confusión administrativa actual en el país inglés, Daniel y Katie intentarán ayudarse mutuamente.


Es la simplicidad de su guion, sin grandes producciones, ni ayuda de la pantalla verde, donde alcanza su máximo brillo, el de dos personas que nos transmiten y nos hacen sentir los miedos y desventuras a tope. No hay trucos, ni juegos de palabras para remover los sentimientos del espectador, lo vemos en la escena donde Katie acude a un banco de alimentos y escondiéndose entre los estantes destapa una lata para devorar su contenido, la postal es desgarradora, pero la acción de una madre que lo hace todo por sus hijos, incluso dejar de comer por varios días, es una grandísima lección. O la enorme muralla llamada tecnología a la cual se enfrentan miles de personas en la actualidad para poder accesar a citas y formatos tan innecesarios parte de la burocracia.


Puedo apostar que nadie saldrá indiferente de la sala con la peculiar vida de sus protagonistas. Una película empática que lanza la pregunta de si son necesarias tantas reglas absurdas, ¿es válido que los corruptos nos infundan tanto miedo para vendernos al final un poco de seguridad? Los sistemas no pueden darte seguridad, pero sí otras personas, ya lo decía Blanche DuBois: Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos, en la obra «Un tranvía llamado Deseo», y es que como Katie y Daniel necesitamos creer y apoyarnos entre nosotros, creando una red de ayuda, apostando por la gentileza del corazón en un mundo cada día más árido y hostil.


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