Me gusta llegar a la sala de cine sin saber nada acerca de la película que voy a ver porque así el ejercicio se convierte en un descubrimiento total que casi siempre termina siendo sumamente placentero. Con Close, una de las nominadas al Óscar a mejor película internacional, no fue la excepción.

La historia sigue a Léo y Rémi, dos mejores amigos en los albores de su adolescencia. La vida parece seguir su curso natural hasta que un suceso imperdonable los separa. Sin spoilear, la compañera de la vida hace su inesperada aparición, convirtiendo lo tierno y emocionante de una primera parte, en una verdadera catástrofe durante la segunda mitad cuando se aborda el duelo tardío de un alma que sabe jamás volverá a encontrarse con algo tan poderoso.
El fascinante relato de Lukas Dhont simplifica los intereses tempranos de la sexualidad, por no llamarlos precoces, y profundiza en la exploración del amor en algunas de sus facetas más conocidas: El amor de amigos, entre hermanos, con la familia que elegimos, y el más importante de todos, el amor de madre. Pero el regalo más importante de todos es el que nos regala Léo cuando le cae el veinte de todo, se adueña responsablemente de sus emociones y aunque asume una culpa totalmente infundada, será necesaria para poder seguir adelante.
Y aunque Gustav De Waele y Eden Dambrine, los dos protagonistas no son actores de profesión, su desenvolvimiento es tan natural, que es difícil no conmoverse con sus jugueteos y nobles miradas, despertando mil emociones en los más experimentados.

Es imposible no verse a uno mismo retratado, y si es el caso, pensar cómo es posible sobrevivir a todos esos golpes bajos. Para los padres, con ojos de asombro, despertarán ante la inminente curiosidad por conocer cuanto antes a sus hijos. Incluso los más estoicos experimentarán un nudo en la garganta, fruto de los silencios que acompañan las más hondas miradas de sus protagonistas.
Con Léo y Rémi concluyo que el amor debería sentirse como ir a jugar con tu mejor amigo. Con desinterés y los bríos de un niño impaciente, sin malicia, a destiempo y a tu propio ritmo. Porque una vez que se acciona el despertador de la vida adulta, ya no hay marcha atrás.
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