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Parásitos: La afrenta de ser pobre.

Foto del escritor: Wilmer OgazWilmer Ogaz

Cada cierto tiempo aparece una historia tan magnífica, devastadora y al mismo tiempo tan inspiradora que desearías nunca se terminara. Antes de finalizar la década llega «Parásitos» para confirmar lo anterior. Ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes 2019, y Mejor Película del Año por la Asociación de Críticos de Chicago y de Los Ángeles, el séptimo largometraje del director surcoreano Bong Joon-ho, el mismo de la fantástica «Okja», «The Host» y «Memories of a Murder» parece imparable en su recorrido por los mejores festivales. Las 3 nominaciones a los Globos de Oro confirman que en su carrera por el Oscar la balanza se inclina a su favor. Vayamos por partes.


La historia comienza presentándonos al desesperanzado Kevin —interpretado por Kim Ki-woo— un universitario que parece haber dejado las clases para ayudar a su familia con el sustento armando cajas de pizza en una casa plagada de cucarachas. Una luz en el camino se enciende cuando su mejor amigo le aconseja dar clases particulares de inglés a una adolescente. Esa ingenua sugerencia pronto lo llevará a inmiscuirse en la armónica y frágil vida de la opulenta familia Park. Aunque no solo él, poco a poco, se infiltrarán en secreto su hermana como tutora de arte, su padre como chofer y por último su madre sustituyendo a la enigmática ama de llaves; para juntos, tomar el control de aquel palacete urbano. Con documentos falsos, identidades maquilladas, ajenos a este nuevo mundo, la familia de Kevin se mimetiza sin problema: Ensayan sus diálogos, suben y bajan de tono la acción en una completa sincronización. El plan de la familia Kim parece ir viento en popa. Una muestra de inspiración, pero en sentido contrario, el atajo del camino fácil hacia el éxito.


El efecto devastador de Joon-ho por simplificar las castas a pobres y ricos, esfuma los conceptos de igualdad y justicia en una sociedad donde la brecha entre ambos estratos se abre diametralmente todos los días. Con ese trasfondo, la idea de engullir la buena voluntad del prójimo parece aceptable. La inmundicia que emana de las acciones del oportunismo de aquellos parásitos no entiende de buenos modales, aquí la ropa sucia se lava en casa ajena, si es que se lava.


La magnificencia del filme radica en cada uno de sus ángulos, la precisión de su cámara para mostrar belleza donde no la hay. El contraste es contundente, un baldazo de agua fría cargado de emociones y sentimientos que pocos dramedys tienen la hazaña de lograr.


La estocada final, un mal sueño para la familia huésped, será digna de recordarse como una de las mejores comparsas del séptimo arte. Un tributo a la esencia de Hitchcock de la mano de Buñuel en una guerra sin cuartel en donde el olor rancio de la pobreza no pasa desapercibido, sin artificios, con una exquisita sensibilidad. El lado inspirador, las buenas intenciones del protagonista que viran, por fin, en dirección correcta.



 
 
 

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