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El regalo que me dieron mis abuelas.

Foto del escritor: Wilmer OgazWilmer Ogaz


No pretendo ser incisivo con detalles insignificantes sobre calidad de vida, y demás prefijos saludables que abundan hoy en día. Mi reflexión es un poco más personal y, por lo tanto, inamovible, acorde con mis estándares de bienestar que debo decir nunca en más de 35 años, me han fallado. Aclarado el punto anterior, quiero contarles un brevísimo, pero sustancioso pasaje que aprendí y disfruté enormemente al lado de mis abuelas. Comenzaré por Ofelia, la más querida, aquella que pesaba 43 kilos cuando era joven, y casi casi se llevaba el viento cuando atravesaba el Puente Calicanto, en su natal Parral Chihuahua, la que hablaba perfecto el inglés, la de caligrafía y ortografía impecable, la misma que nunca desayunaba —al igual que yo— por estar limpiando el suelo de rodillas. La que, al paso del tiempo, ya casada, doblaría su peso y seguiría fiel a sus costumbres de malpasarse, alimentando su alma con leche y pan, deliciosas «sopaipillas» y uno que otro guiso acompañado de su deliciosa salsa de tomatillo con chile de árbol, siempre imitada pero jamás igualada. Podría seguir escarbando en los detalles, pero eso no evitaría llegar a aquel que, a los 73 años, una madrugada de marzo la separaría de nosotros. Sí, el famoso cáncer, a ella le tocó padecerlo en el hígado. Nunca se cuidó más de lo normal, no hacía ejercicio, —salvo el de las labores domésticas— pero durante más de 20 años ininterrumpidos con profunda devoción rezaba de memoria «Las 20 Divinas Promesas» más adelante aclararé este momento. Ahora toca el turno de Carlota, Toti para todos los que la quisimos, la que cuando nací dijo que tal vez yo sería el que pondría la bomba nuclear que desatara la tercera guerra mundial, la que me llevaba el desayuno a la cama cuando me quedaba a dormir en su casa, la que me dejaba ver TV en su cuarto recostado en su sillón. Aunque Toti era un poco más determinada en su alimentación, y madrugaba al menos un par de veces a la semana para salir a caminar, todos los días al mediodía religiosamente se empinaba una copita de jerez, la misma que sin importar lo que prepararía de comer siempre tenía una abundante bandeja de verduras cocidas al vapor, no le gustaban, pero decía que tenía que comerlas. La que desayunaba y cenaba sin hambre, pero tenía que hacerlo decía, al final, con algunos años de diferencia corrió con la misma desventura, a los 79 años un cáncer de hígado también, le arrancaría el último suspiro. Y digo que le arrancaría porque los que estuvieron ahí para despedirla, atestiguaron la dura transición. Supongo que era creyente, por los muchos Rosarios que rezamos juntos, pero creo que no era tan religiosa. No importa. En resumen, mi resolución es simple, no importa cuánto tiempo te esfuerces en cuidarte, lo hagas o no, sea bien o mal, al final vas a morir, y quizá sea de cáncer, tal vez no. Nadie tenemos esa certeza. No todos concuerdan conmigo, sé que mi ideología es dura, a pesar de ello conforme pasa el tiempo me convenzo más de aquellas simples enseñanzas de la vida. Una última confesión, ¿sabes que pedía Ofelia en sus oraciones? Que Dios le concediera la gracia de morir dormida, y así fue. Seas o no creyente, vive tu vida con congruencia, conecta la mente con el corazón, ese nunca falla.

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